Hay caminos que parecen dibujados para recordar lo poco que somos. Piedras sueltas, escalones irregulares, charcos espesos de barro que se pegan a los zapatos y a la ropa. Desde lo alto, Medellín se ve luminosa, extendida como un tapiz. Pero ahí arriba, en esas trochas, el mundo se achica hasta el tamaño de tus propios pasos.
Este fin de semana subimos a La Nueva Jerusalén, el asentamiento de invasión más grande del área metropolitana. Fuimos en misión con la Parroquia Santa Teresita del Niño Jesús. Lo hicimos como lo hace su gente: Metro hasta la estación Madera, luego un bus alimentador que se retuerce subiendo pendientes imposibles, hasta el barrio París. Y de allí, caminamos durante media hora por senderos de cemento y barro, escaleras que serpentean y pasajes tan angostos que parecen susurrando secretos.
Ese trayecto no fue un simple camino físico. Fue un descenso —o quizás un ascenso— al corazón de la fe.
Allí viven unas 30.000 personas en unas 9.000 viviendas, entre paredes de madera, zinc y ladrillo. En la Parroquia San Cirilo, tres padres montfortianos se dejan la piel cada día para sostener la fe en medio de necesidades tan concretas como el hambre o la enfermedad.
Llegamos cargados de bolsas con ropa, alimentos, medicamentos. Pero, sobre todo, llegamos cargados de expectativa. Porque las misiones tienen algo de misterio: uno cree que va a dar, y siempre termina recibiendo.
Convertimos un colegio en un improvisado centro de salud. Cada salón fue transformado: en uno, médicos y especialistas revisaban niños y adultos; en otro, odontólogos hacían limpiezas o extracciones. En un rincón, psicólogos escuchando sus historias, muchas veces en un susurro. Un grupo de médicos y psicólogos, visitaba casas. Había una farmacia, un gran ropero lleno de ropa donada, y hasta actividades con niños y jóvenes que encendían risas en medio de tanta dureza.
Yo estuve en lo mío: la escucha. Me dediqué a mi metodología de la serenidad estratégica, aunque más que técnicas, lo que llevé fue silencio, tiempo y ojos atentos. Me encontré con relatos que dejan sin palabras. Gente que sigue en pie, aunque la vida parezca haberse ensañado con ellos. Mujeres que, solas, sostienen familias enteras. Personas que duermen sobre tablas pero que siguen hablando de esperanza.
Mientras caminábamos entre techos de zinc y calles polvorientas, una compañera misionera llevaba un libro en su bolso. Y en un momento de descanso, me leyó una conversación en el libro “El loco de Dios en el fin del mundo,” de Javier Cercas. Un pasaje que me atravesó como una espada. Cercas, que es agnóstico, conversa con Antonio Spadaro, jesuita y director de La Civiltà Cattolica.
Cercas le dice, casi con angustia:
“Reconozcamos, padre Spadaro, que la fe y la razón no se llevan nada bien. Cuando el loco de Nietzsche grita ‘Dios ha muerto’, añade: ‘Y nosotros lo hemos matado’. Y ese nosotros es la razón. La Ilustración. Cuando la razón y la fe entran en conflicto, la fe pierde.”
Y Spadaro, con esa serenidad de quien cree sin ingenuidad, le responde:
“La razón no es negativa. Ni siquiera negativa para la religión. Hay que encontrar una síntesis. La fe no vive gracias a la abolición de la razón. No se puede creer solo con el sentimiento, eliminando la razón.”
Eso me quedó dando vueltas mientras oía historias imposibles. Porque en La Nueva Jerusalén, la fe no está peleada con la razón. No es fantasía. No es consuelo barato. Es la única forma de sostenerse cuando la realidad es tan dura que la razón, sola, se queda muda.
Y en otro fragmento dice:
“No es que se crea con la razón,” dice Spadaro, “pero se llega con la razón a la posibilidad de Dios.”
Y pensé: eso es lo que viví este fin de semana. Que la fe, cuando es auténtica, no es irracional. Es la razón llevada hasta su frontera más alta. Es la convicción de que la vida tiene sentido, incluso cuando todo parece demostrar lo contrario.
Vi a Cristo en cada mirada. No en imágenes colgadas en la pared, sino en las manos temblorosas que buscaban consuelo, en la sonrisa luminosa de un niño que recibió un juguete, en la dignidad con la que la gente contaba sus heridas.
No hubo héroes en esta misión. No hubo benefactores ni beneficiarios. Todos fuimos sanados, de alguna manera.
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por encierro y comodidad.”
— Papa Francisco, Evangelii Gaudium
Hoy, mientras repaso mentalmente cada escalón, cada mirada, cada historia, solo me queda gratitud. Gratitud a los padres montfortianos, que cada día se quedan sudando, amando y sosteniendo La Nueva Jerusalén. Y gratitud a los padres de Santa Teresita, que nos invitaron a vivir esta experiencia que me recordó que la fe y la razón no son enemigas: son hermanas caminando juntas.
Y quiero invitarte a ti, que lees estas líneas: atrévete a una misión. No necesitas ser médico, psicólogo o sacerdote. Basta tu tiempo, tus oídos, tus manos, tu sonrisa. Porque en lugares como La Nueva Jerusalén, uno descubre que, aunque crea ir a dar, es Dios quien nos está trayendo de vuelta a casa.
“Los pobres son nuestros amos y señores.”
— San Vicente de Paúl